AMENAZAS AL YO DURANTE EL ENVEJECIMIENTO

DRA. EN PSICOANÁLISIS ANA LAURA MORALES ROSAS

El envejecimiento es una etapa más del desarrollo del ser humano, sin embargo, pocos son los que se avocan a ella, ya que es poco estudiada y revisada. Quizá porque no es una etapa a la que nos gustaría llegar, por las condiciones tanto físicas, sociales y psicológicas que conlleva, es vista como una época de pérdidas de todo tipo, en donde el anciano, tiene que enfrentarse a ellas y sobrellevarlas para seguir su camino, un camino cuyo fin se ve próximo.

Debido a la múltiple causalidad de la vejez, no es posible realizar ni una descripción lineal, ni establecer generalizaciones seguras acerca de la situación del anciano. Cuando mucho, pueden resaltarse factores interactuantes que pueden determinar la conducta durante esta edad.

En 1982 la Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento fijó la edad de 60 años para marcar el inicio de la vejez. Sin embargo, la población mayor de 60 años no forma un grupo homogéneo y el ser humano puede alcanzar de muy distintas maneras los 60, 70 y 80 o más años.

En México, por ejemplo el promedio de edad es de: 74.3 años. El total de personas de 60 años o más es de 10.9 millones lo que representa 9.3% de la población total; 9 de cada 100 mexicanos son adultos mayores.

Es así que nos encontramos con un amplio espectro dentro de la vejez; no es lo mismo un viejo de 60 años, a uno de 80 o más. Como en otras etapas del desarrollo, existen cambios, físicos, sociales y psicológicos, dentro del proceso de envejecimiento, dependiendo de las condiciones en las que se encuentre el anciano.

Como ya se mencionó anteriormente, la vejez lleva implícita la pérdida; el anciano pierde la salud, su cuerpo envejece por su propio proceso, ya no puede hacer lo que hacía en épocas anteriores, ya no ve bien, le cuesta trabajo escuchar, tiene problemas de memoria, su movilidad va disminuyendo, y por lo mismo sus actividades. Viene la jubilación, pierde entonces un cierto estatus que tenía cuando trabajaba, deja de ser el “jefe”, el compañero, el empleado, etc. Para convertirse en una persona común y corriente que ya no trabaja. Deja de llevar a cabo una rutina, que en un principio puede parecer muy agradable pues lo libera de responsabilidades y estrés, pero al cabo de un tiempo, esto se convierte en una sensación de vacío y frustración. Ahora tiene que reorganizar su vida. Sin embargo, estas no son las únicas pérdidas, se encuentra la perdida de los seres queridos, la principal la del cónyuge, que es la que más afecta si es que la persona ha tenido una relación cercana y han permanecido juntos. Esta también la pérdida de los amigos, o familiares contemporáneos que van muriendo.

¿Qué le sucede al anciano intrapsíquicamente ante tanta pérdida? Hay un cambio en cuanto a los contenidos y representaciones del YO con relación a sí mismo, a su cuerpo, que implican como componentes a la pulsión, al deseo, a la fantasía y a las relaciones de objeto, de los ancianos.

Si consideramos al Yo como la instancia del aparato psíquico encargada de equilibrar tanto los imperativos provenientes del ello como las exigencias del superyó y la realidad; y que además, tiene que poner en marcha una serie de mecanismos defensivos para aliviar la angustia, podemos concluir de que el envejecimiento por sus características biopsicosociales, representa una amenaza para la integridad y el buen funcionamiento del yo.

En el anciano, esta energía psíquica en términos de energía del Yo, ha sufrido un menoscabo. El Yo dispone de menores recursos energéticos para hacer frente a los cambios, problemas y conflictos que se presentan en el mundo externo e interno.

Este hecho tiene por lo menos tres consecuencias: La primera consiste en la posible insuficiencia de los mecanismos psicológicos de defensa habituales, la angustia se hace entonces invasora e intensa y puede precipitar una descompensación. La segunda es que al disponer de menor energía el aparato psíquico tiene que atender algunos asuntos considerados más urgentes en detrimento de otros, es decir, los mecanismos para preservar el equilibrio operan en forma sucesiva en lugar de hacerlo simultáneamente. Esto puede llevar en ocasiones a la descompensación y el reforzamiento exagerado de algunos de estos mecanismos, sobre todo los de tipo obsesivo. Un tercer aspecto es el del contraste entre las fuerzas biológicas, que siguen presentes e incluso están aumentadas y los recursos para satisfacerlas, en general están disminuidos. Por otra parte al percibir impulsos que no son aceptables (por ejemplo, el sexual) y que difícilmente podrían ser controlados, se siente una fuerte amenaza en cuanto a la autoestima (Krassoievitch, 1993).

La amenaza resulta habitualmente de la espera angustiosa de tres tipos de hechos:

1. La pérdida de cualquier índole, desde la perdida personal (muerte del cónyuge enfermo) hasta la pérdida de la autoestima (por la declinación propia del envejecimiento).

2. El ataque que consiste en cualquier agresión externa capaz de producir una herida con el consiguiente dolor. Esto se ve sobre todo cuando presentan dificultades en su motricidad, o en su independencia, que los vuelve más vulnerables y temerosos de sufrir algún accidente.

3. La restricción, que resulta de cualquier fuerza externa que limita la satisfacción de los impulsos y deseos. Las enfermedades físicas, la angustia y el miedo, las actitudes de la familia y la sociedad, suelen ser restricciones importantes en el sujeto anciano (Zetzel, 1965).

Si bien las pérdidas, los ataques y las restricciones son a veces reales y se viven dolorosamente, es suficiente la perspectiva de que se podrían producir para que el anciano, se sienta amenazado. La conjugación de estas tres amenazas está con frecuencia relacionada con la aparición de un episodio depresivo.

La angustia está por lo tanto muy vigente en el anciano y se amplifica por las percepciones dolorosas referentes a la declinación de funciones y capacidades, así como la cercanía de la muerte. Zetzel ha postulado que la ansiedad del anciano se asemeja a la angustia de separación del niño, es decir, que tiene su origen en el temor a sufrir pérdidas o separaciones. Es una ansiedad depresiva que se relaciona con el mundo externo y que aumenta con el paso de los años. Tanto el grado de ansiedad por el temor a la pérdida o a la separación, como la respuesta a pérdidas o separaciones reales, están influenciados por las experiencias previas de este tipo y la calidad de las relaciones que ha tenido anteriormente el sujeto (Krassoievitch, 1993). Pero entonces ¿qué debemos esperar de nuestro envejecimiento? ¿Estamos condenados? Todos vamos a envejecer, nuestro cuerpo, nuestra mente, y nuestras relaciones, todo el entorno cambia y nosotros con él. Nuestro Yo se verá amenazado en nuestra vejez; ¿Pero qué hará la diferencia?

Para alcanzar una vejez en plenitud, se requiere de un Yo flexible, con capacidad elaborativa que pueda acceder a fantasear, imaginar, jugar, desear y conectarse con los propios sueños. Poner en palabras afectos, angustias y preocupaciones.

De esta manera puede re-crearse a través de los cambios del envejecer. Ir aceptando las limitaciones y co dependencia que por el mismo proceso de envejecer se va presentando y apoyarse entonces en las relaciones con los otros que son en mucho lo que dan sentido al final de nuestra vida: la pareja, los hijos, los nietos, hermanos, etc. Como diría Winnicott: “El sujeto se manifiesta y existe tan solo en su relación con el otro”. Es por esto que la participación en actividades productivas y relaciones con otras personas reconforta y fortalece al Yo, lo apoya y ayuda en este proceso, se regresa un poco a esa etapa del desarrollo en donde la madre funcionaba como un “Yo auxiliar” en el bebé, las relaciones interpersonales proporcionan eso en el anciano, un “Yo auxiliar”, que les ayuda a envejecer en compañía y aceptando la finitud de su existencia.